
Un pequeño experimento que consiste en traducir algunos de mis cuentos al idioma que más me gusta, con el objetivo de llegar a nuevos lectores.
La única flor de la casa
«Ya son las diez». Rosa abrió las gruesas cortinas dejando que la luz entrara por la ventana. Miró hacia abajo y vio a unos niños jugando a perseguirse alrededor de la fuente. Se acercó a la cama y tocó delicadamente el hombro de Laila, agitándola apenas. Ningún movimiento. Se sentó junto a ella y comenzó a acariciarle el cabello. «Es necesario que os levantéis. Debéis hacer un esfuerzo. Mañana todo habrá terminado.»
Los preparativos para recibir a los parientes que venían de los lugares más remotos del país habían comenzado con dos meses de anticipación. Laila se movía ligera entre el bullicio de los trabajadores, que no paraban de alistarse para acomodar las habitaciones y satisfacer los caprichos del dueño de la casa. Ventanas y puertas se abrían de par en par hacia el patio, dejando que la luz y el aire entraran. Brazos fuertes movían muebles, con las mangas de las camisas arremangadas.
«Eres la única flor de la casa», le dijo la primera vez al pasar junto a ella en el jardín. Un susurro al oído, un mechón de cabello que se movía ligeramente. El escalofrío nunca antes conocido. Laila no lo notó enseguida, pero sintió el olor del aliento cálido de su boca. Dio unos pasos y luego se giró. Él, de pie, la esperaba. Se miraron desde lejos, directamente a los ojos. Laila vio las montañas y recorrió los mil caminos por los que aquel hombre había caminado. Al fondo, el mar. El océano calmo y cálido que ella no conocía porque nadie se lo había dibujado jamás. En aquel rostro, ella se perdió y espió sus secretos.
Nadie se percató de aquella mirada compartida, excepto la atenta Rosa. «¿Qué hacéis, señorita tonta?» Nada se le escapaba. «No se mira, que si no, se dan cuenta. Os enseñaré cómo se hace.»
Y así le enseñó, con paciencia y amabilidad, cómo procurarse el placer. Le explicó cómo se mantiene a un hombre firme entre las piernas. Le mostró lo que no era conveniente saber. Pasaban la mayor parte del día encerradas en la habitación, jugando entre ellas como cómplices. La pequeña preguntaba y Rosa, como una maestra sabia, ilustraba el arte de hacer el amor. Laila aprendía rápido y su alma se inquietaba frente a las ilustraciones que la sirvienta le llevaba, dobladas y escondidas en los pliegues de su blusa, robadas de los cajones del padrastro. Laila ya no comía y su piel se había vuelto aún más pálida. Las ventanas de la habitación estaban siempre entreabiertas, protegiéndola del sol y de las miradas de quien pudiera querer saber. La madre, preocupada, la visitaba de vez en cuando para constatar su precario estado de salud y hacía preguntas a la criada. La fiel Rosa siempre sabía cómo responder.
«Está enferma de nostalgia», decían los médicos. «Quizás tiene fiebre del dengue», añadía alguien más instruido. «La niña está invadida por escalofríos, tiene los ojos hundidos. No hay dudas sobre el diagnóstico». Laila se apagaba lentamente como una vela bajo un vaso de vidrio, mientras la mano fuerte de Rosa estrechaba la suya.
Entonces la sirvienta tomó una decisión por sí sola: lo buscaría con la complicidad de su madre.
«Es demasiado peligroso», le dijo la anciana mientras se ocupaba de las tareas domésticas, fingiendo no darle demasiada importancia al asunto. Luego, alzando el tono de voz: «Nos traeremos un maleficio a casa. Yo digo que no». Intentaba evitar la mirada de su hija porque, a veces, su determinación le daba miedo. Aquella, de pie junto a la mesa, no estaba dispuesta a desistir. «Maldito el día en que te parí, bruja». La bofetada le llegó de lado y la tomó por sorpresa, pero solo por un momento. Luego Rosa se giró y las dos mujeres volvieron a enfrentarse.
«Yo digo que no se puede esperar porque esa niña se muere de amor».
Y así lo encontraron en su habitación en el segundo piso sobre la farmacia de la plaza, en calzoncillos, mientras esperaba que el único pantalón, además del que usaba para los espectáculos, se secara al sol de las dos de la tarde. El hombre se avergonzó por un momento de su condición. Una luz tenue entraba por el tragaluz y encerraba en un cono el polvo que flotaba en la habitación. Con un movimiento tranquilo, tomó la sábana de la cama y se la envolvió en la cintura. Rosa notó sus manos de músico, con dedos alargados y uñas largas, y pensó que solo por eso valía la pena.
«Es tu culpa que la miraste, ahora ella se muere».
«Es su culpa que me miró, y el que muere soy yo», respondió.
Fue necesario esperar los días adecuados para que la luna no interfiriera. Silencioso y con la complicidad de las dos mujeres y de la oscuridad, él trepó por la ventana.
La primera vez que entró en su habitación, Laila no sintió miedo, sino un alivio, y lo recibió apartando la manta porque reconoció el olor de su boca. El hombre se acostó a su lado, delicadamente, como si temiera romperla. Deslizó su mano bajo la camisa de dormir, acariciándole los muslos delgados, y buscó sus pequeños pechos intentando agarrarlos hasta hacerla gemir. Laila tomó esa mano, la apoyó en su vientre y la guió hacia abajo, preguntándose cómo sería. Los dedos de él se abrieron paso e ingresaron en ella. Buscó su boca y entrelazó su lengua como Rosa le había enseñado. Él se sorprendió y comprendió que ella resistiría, que realmente no se rompería. Así que la hizo suya y le enseñó a besar en puntas de pié.
Muchas noches siguieron a esa. Se amaban con fuerza, como seres rabiosos, y luego hablaban durante mucho tiempo hasta la llegada puntual de Rosa, que vigilaba en silencio detrás del biombo. El hombre le confesó acerca de la esposa que esperaba pacientemente que él regresara a esa casa lejana, más allá de las altas montañas. A Laila no le importaba. Él le contaba sobre sus viajes y la primera vez que había visto el mar. Laila escuchaba hasta quedarse dormida y pasaba el día siguiente en un letargo, como suspendida en la espera de él y de las muchas noches que pasaron hasta que la luna lo permitió. Luego, llegó el día que él ya no trepó por esa ventana.
«Señorita, ya son las diez y vuestro padre os espera». Ella se giró y miró a su amiga buscando en ese rostro todo el coraje. Se dejó guiar y juntas eligieron el vestido rojo que dejaba descubiertos los hombros, un regalo de papá, que su madre había considerado inadecuado.
Rosa le recogió el cabello. Una, sentada frente al espejo, y la otra, de pie con un cepillo en la mano. Las manos morenas de la sirvienta trenzaron hábilmente el cabello de Laila, y una caricia al cuello blanco se escapó de sus dedos expertos. «¿Estarás siempre cerca de mí?». La sirvienta la miró. «Siempre, cuando sea necesario».
Laila bajó al patio donde los invitados se habían reunido para escapar del calor de la mañana, protegidos por el techo de madera doblado por el peso de la floración de las enredaderas. Mil sombrillas blancas protegían a las señoras mientras conversaban entre ellas sobre las nuevas telas llegadas de Europa para confeccionar vestidos. Los hombres estaban sentados en las mesas cerca de la fuente, intercambiando ideas sobre el precio del café. La música de boleros de fondo rompía la espera del almuerzo. Por la tarde, la comitiva se dirigiría a las termas de Río Hondo para una sesión terapéutica en las piscinas de aguas mineromedicinales.
El rojo del vestido llamó la atención de muchos. El cuerpo andrógino de Laila recordaba a un pálido gusano que se mueve con dificultad excavando galerías en la tierra. Galerías como abismos se abrieron en las entrañas de quienes detuvieron la mirada en ella.
El brazo delgado levantado y la mano, blanca como su piel, sostenía el parasol de seda. Hubo un murmullo que despertó a las señoras de su letargo.
Uno de los músicos dejó de tocar, bajó la cabeza y sus ojos rendidos y sintió que algo le arrancaba de dentro. Tuvo ganas de llorar. Comenzó a sudar en el traje demasiado pesado, inadecuado para ese calor veraniego, mientras la camisa se le pegaba a la piel de la espalda.
El padre de Laila la vio y sonrió. Se movió para ofrecerle el brazo y la acompañó un tramo. Luego, dejó que conversara libremente entre los invitados bajo su mirada complacida. En ese momento, la música de boleros volvió a alegrar la tardía mañana.
Cuando uno de los músicos había dejado de tocar, rompiendo la melodía, Laila no se giró para mirarlo porque Rosa le había apretado fuerte la mano.
«No os dolerá demasiado, confiad en mí», le había dicho mientras la ayudaba a ponerse el vestido rojo. «Es la única manera, vamos esta noche. Ya lo ha hecho muchas veces».
Laila pensó en su músico y sintió pena por él. También pensó en el hijo en su vientre.y sintió un dolor de nostalgia. Apretó aún más fuerte la mano de Rosa y buscó los ojos de su padre entre los muchos. Los encontró y vio que le sonreían.
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